Fue desde la primera vez que lo vi. Desde el encare a su marcador, yo sabía que algo raro iba a pasar. O creo haberlo intuído durante ese milisegundo en el que la imagen del estadio va a la cámara, y de ahí al satélite, y de ahí a donde estoy yo, en ese cuarto en la casa de mi amigo en Malvín, mirando una tele chiquita con suscripción al cable de TVC. No se si es era en directo o estaba viéndolo en diferido.
Lo que sí se es que ya estaba acostumbrado a las genialidades. Incluso desde este 2014, donde todo lo que sucedió hace 10 o 15 años se me presenta como si fuera un video retro, recuerdo que durante esos años todavía disfrutaba de ver en la cancha a Pablo Javier Bengoechea, a Stockton, a esos grandes y parsimoniosos asistidores. Pero claro, ellos eran viejos. Yo necesitaba algo nuevo. Después de todo, tenía 18 años y lo más moderno que tenía a la mano era un Super Nintendo y unos discos de Metallica, Guns n´ Roses. En la radio, sonaba Maná (dios, en el 98 hasta tenía unos discos de ellos en casa) y más alla de la X, la radio que supuestamente había que escuchar era Del Sol, donde lo más moderno que tenían para ofrecerte eran canciones de los Cadillacs.
Y de repente, lo vi. En un milisegundo. Fue el 11 de febrero del año 2000:
El pase de codo de Jason Williams sucedió en me rompió la cabeza como la primera vez que escuché Pablo Honey, el primer disco de Radiohead que tuve a mano. Fue en el partido de los rookies, donde los debutantes más destacados de la NBA ese año se desafían en un partido que se juega antes del All Star Game. Por supuesto, como sucede con estas cosas, me agarró por sorpresa: no entendí qué carajo pasó con la pelota, y ciertamente el verlo por la tele no me ayudó más que a Lamar Odom, espectador de lujo de un momento de rock n´ roll como nunca llegaría a generar él ni con su título de Mejor Sexto Hombre de la NBA. ¡Ni cerca, Lamar!
Como bien dice esta nota de The Classical, el "elbow pass" es un acto shockeante de expresión estilística. En esas épocas, recuerdo a la NBA como un deporte más predecible, más brusco, menos espectacular, tal vez menos arriesgado y bien jugado de lo que es ahora. En ese marco, Jason Williams se ganó el mote de "chocolate blanco" gracias a muchas jugadas, ninguna como esta.
Esa jugada del número 55 fue la chispa que encendió mi simpatía por los Sacramento Kings, un equipo de esos muy bien armados y que te genera una inevitable simpatía y que, sabés, va a terminar perdiendo. Esos Kings que tenían en Chris Webber a su estrella y en Vlade Divac al escudero, contaban con Williams como el base listo para hacer lo impredecible.
A partir de ahí, esperé la magia suya en cada jugada. Me volví un incondicional. Como aquél sorprendente disco de Radiohead, la sorpresa me dio alegría: creía haber encontrado algo diferente. En mi edad de "rookie", lo que estaba viendo era a alguien que relativamente estaba en mi misma posición vital, sacudiendo el sistema con algo totalmente inesperado. Con Radiohead y su alteración de los convencionalismos del Britpop me pasó lo mismo, pero lo entendí de esta forma tan racional muchísimos años después.
Con el pase de Williams fue inmediato, y la vinculación de mi cariño con los Kings y con Radiohead está clarísima hoy: ambos eran, a su modo (y no es la comparación más exacta, pero el capricho lo vale), parte de un movimiento enérgico, divertido pero sobre todo, a contracorriente de lo que se veía todo el tiempo. En medio de todo eso, Williams era el solista incontrolable, impredecible. El tipo que lo mismo se sacaba el solo que ibas a ver en vivo después de gastar el casette en tu casa o en tu walkman o que se iba del escenario sin mayores explicaciones (sí, hubo una época en la que esto pasaba). Seguramente Medina estaría de acuerdo conmigo en que los Kings de esa época eran la reencarnación del Showtime.
Lo que queda de eso hoy son dos cosas: quizá por aquello que dice Neil Young sobre que es mejor extinguirse que oxidarse, la carrera de Willams fue desapareciendo progresivamente tras unos años. Su contribución, más allá de los títulos, estaba hecha. Lo otro, es que como bien dicen los muchachos de The Classical, el movimiento de Williams aún no ha sido debidamente canonizado. No creo que falte demasiado: todos los que veíamos la NBA en aquellos años podríamos haber olvidado quién salió campeón esa temporada, pero no así quién era el responsable del pase más fantástico de este deporte en lo que va del nuevo milenio. Para mí, fue uno de los primeros actos de rock verdaderos que no venían de décadas atrás. Esto era, y es, mío, de mi época. No es Magic, ni Mike ni nada. Es tan mío como esa camiseta blanca con el número 55 que en breve voy a encargar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario